Si bien en su etapa protohistórica las primitivas culturas agrícolas del subcontinente indio afirmaron la preeminencia femenina y practicaron el matriarcado como forma de organización social, la posterior aparición de las tribus arias fue imponiendo el predominio varonil que habría de imperar en la sociedad nativa.
Aunque durante el remoto período védico en ciertos aspectos la mujer llegó inclusive a gozar de un status similar al del hombre, al igual que ocurrió en otras civilizaciones antiguas, fue perdiendo dichas prerrogativas y protocolizándose el habitual sometimiento en que la ancestral tradición de la India la ha mantenido frente al varón.
Resulta sin embargo un tanto paradójico que hubiese arraigado en su sociedad esta idea de la desigualdad de los sexos en perjuicio de la mujer, ya que la civilización nativa la había sublimado al hacer de su figura la inextinguible fuente de inspiración de los artistas y porque a diferencia de otras culturas donde privó el ideal masculino, en la suya el principio femenino fue un motivo central de especulación de los maestros religiosos que concibieron cada uno
de los principales dioses del hinduismo con su respectiva consorte, una deidad por medio de la cual se hacía patente su divina energía (1).
Sin embargo, aunque en la esfera de las creencias religiosas la cultura india exaltaba el poder femenino y en el campo del arte la mujer fue desde tiempos inmemoriales el motivo predilecto de inspiración de escritores, escultores y pintores, en la antigua sociedad hindú los legisladores afirmaron siempre la supremacía del hombre.
De este modo, aunque Manú el codificador de las leyes de la sociedad aria preconizaba como mandato de los dioses la protección a la mujer, señalando que como madre debería ser reverenciada mil veces más que el padre, en las normas que regulan las relaciones entre los sexos, se impuso la preeminencia masculina, típica de la antigua organización social de la India, de la cual se decía que en ella el hombre era un rey, el joven un príncipe y la mujer una esclava al servicio de los dos.
Así, en la dura circunstancia de la viudez, la mujer tenía que someterse a un régimen de luto extremadamente austero que incluía hasta comienzos del siglo pasado, la ominosa costumbre de su autoinmolación en la pira funeraria del esposo o sati (2), decisión dramática ésta que si bien en teoría era voluntaria, en las clases altas al menos resultaba impuesta por la presión social, que exigía esta práctica funesta que los indios importaron de otros pueblos antiguos como los tracios o los escitas.
Aunque el propio Arthashastra, el tratado clásico de la ciencia política, reconocía a la mujer casada el derecho al divorcio y a la viuda la prerrogativa de volver a contraer nupcias, el ejercicio de dichas facultades fue quedando relegado en la praxis social, consagrándose así la tradicional sujeción de la
mujer al hombre: al padre cuando estaba soltera, al marido cuando contraía matrimonio y al hijo cuando enviudaba.
Fueron entonces desconociéndose sus más elementales derechos, y se afianzaron en detrimento de la mujer algunas instituciones de la ortodoxa tradición hindú, como el impedimento de conocer los textos védicos, la pérdida de la herencia en el patrimonio familiar cuando se esposaba, la prohibición de casarse a las viudas, los compromisos matrimoniales infantiles y la costumbre de la sati, práctica execrable impuesta en ciertos estratos de la sociedad nativa pese a que ni siquiera es mencionada en sus textos sagrados o sus leyes.
A estas costumbres se agregaron ciertos hábitos sociales lesivos de los derechos femeninos que se derivaron a raíz de la interacción cultural con los islámicos, cuya tradición de dominio masculino hizo que la sociedad hindú impusiera a las mujeres otras restricciones adicionales como su exclusión de la educación, su reclusión en el hogar y el uso de velo facial (3)
Tan injusta jerarquía social, plagada de discriminaciones en contra de la mujer, dio lugar a que reformadores sociales de diversas épocas lanzasen ideas revolucionarias en su tiempo, como la de la total igualdad de sus derechos con los de los varones, intentos que a la larga resultaron malogrados por la praxis social ya que estos últimos, corno consecuencia de su supuesta superioridad, harían prevalecer su dominio.
La sociedad hindú consagró así desde siglos atrás el tradicional rol de la mujer, cuya vida de soltera estaba circunscrita en esencia al hogar paterno, ajena a la educación, siendo por tanto mínima y restringida su relación con el mundo exterior y sus contactos con personas extrañas que, en particular, cuando se trataba de hombres, estaban regulados por normas muy rigurosas.
Por ello, fuera del hogar donde habitualmente ha estado sujeta al esposo como amo y señor, el papel de la mujer india se ha ceñido a los hábitos y tabúes de la tradición vernácula, especie de código tácito pero inflexible que ha regido su comportamiento a lo largo de los siglos y que aún hoy en forma mayoritaria la condiciona socialmente a observar ciertas conductas.
Infringir entonces las seculares reglas de este antiguo modelo de comportamiento, desobedeciendo alguna de sus pautas, constituye para la mujer india un motivo de reproche así como de vergüenza para su familia, en tanto implica un proceder condenable en una sociedad conservadora que todavía mantiene vigentes muchos de los principios morales de su ancestral tradición.
Al contraer matrimonio, al cual se supone debe llegar virgen y de hecho así ocurre aún en la inmensa mayoría de los casos, la mujer no se constituye en el centro de la vida del hogar ya que al mudarse a la casa paterna del marido, su autoridad y persona quedan sujetas a las de la suegra que allí impone su férula, con lo cual el papel de la recién desposada ha sido por tradición encargarse de las múltiples tareas domésticas, labor que con gran abnegación ha cumplido a lo largo de los tiempos y que aún hoy desempeña, especialmente en el campo.
Es necesario reconocer, sin embargo, que el cuadro expuesto ha venido modificándose de modo ostensible en la actualidad, a causa del influjo de las formas de la vida moderna en las ciudades, ya que en el ámbito laboral la mujer india accede hoy en forma creciente a todas las posiciones del mercado de trabajo sin estar sujeta, como en las aldeas, a la tiranía de costumbres
arcaicas que todavía pautan sus restringidas relaciones con los hombres, y su rol social sigue siendo el mismo de siempre.
No obstante, a pesar de la realidad incontrovertible de que los hábitos ancestrales de los pueblos no desaparecen por el simple hecho de haber sido proscritos por los nuevos códigos y cuando mueren lo hacen de modo muy lento, las leyes de la moderna india han venido reconociendo y consagrando los derechos de la mujer que una milenaria práctica social le había negado.
Así, por ejemplo, el decreto sobre el matrimonio hindú (4) que impuso la monogamia, estableció a la vez el divorcio con fundamento en una serie de causales y determinó las recíprocas obligaciones de los cónyuges, ya que por tradición los deberes de la unión matrimonial sólo existían para la mujer.
Aunque los hogares ortodoxos se rigen por la antigua ley de la familia (5) que en ciertos aspectos como el de la cuota patrimonial es discriminatoria de la mujer, la moderna legislación nacional sobre la herencia reconoció sus derechos, tanto a la hija como a la madre y a la viuda, para colocarla en pie de igualdad frente a los del hombre.
En algunos puntos dichas leyes han tenido que ser específicas como al prohibir la exigibilidad de la dote a la novia, ancestral costumbre que si bien en su origen tuvo un sano propósito de protección de la mujer al colaborar con el peculio de la familia de la cual entraba a formar parte desde el día de la boda, fue prestándose para que se cometieran, en busca del lucro que podía reportar a sus nuevos parientes, hasta los peores atropellos, las campañas emprendidas desde el siglo pasado para erradicar las prácticas ominosas a que la dote daba y aún da lugar hoy, así como para abolir otras costumbres retardatarias que si bien carecían de respaldo en los textos védicos, llegaron a
institucionalizarse en la comunidad hindú, se constituyeron en objetivos básicos para algunos reformadores sociales como R. Mohan Roy, quien hizo el primer intento por depurar la tradición nativa y revitalizarla con las modernas ideas liberadoras e Igualitarias de Occidente. Gracias a estas ideas del mundo occidental y a sus ideales cristianos, se produjo una dinamización en las corrientes del pensamiento indio, lo cual motivó que algunos de sus más destacados líderes tomaran conciencia de la negación secular de sus derechos en que la sociedad nativa había mantenido a la mujer, la mitad sumergida de la población de la India, según el propio Gandhi, y se propusiesen llevar a cabo su redención, meta en la cual convergieron con otros señalados conductores como V. Patel y J. Nehru, al redactar la nueva Constitución Nacional (6)
A partir de la independencia de la nación, objetivo en cuyo logro la mujer india tuvo un notable papel, muchas de ellas, en un gesto de reconocimiento a sus capacidades por parte del gobierno y de la sociedad, alcanzaron elevadas posiciones como ministras, gobernadoras o embajadoras, tendencia que culminó con la asunción de Indira Gandhi a la jefatura del Estado que ostenta la mayor democracia del mundo y la segunda masa de población de la India.
En la india contemporánea el reconocimiento de los derechos de la mujer y la revaluación del rol social que su tradición le había impuesto, han hecho que ya no se encuentre recluida en el hogar y sea cada vez más común hallarla ocupando diversas posiciones de trabajo, aún entre las más importantes de la vida nacional, tanto en la empresa privada como en la administración pública.
Sin embargo, con base en lo que ocurre en ciertos reductos de la ortodoxia hindú que aún mantienen vivas arcaicas costumbres, algunos medios extranjeros destacan con carácter de generalización, el sometimiento de la
mujer, desdibujando así los positivos cambios que viene ofreciendo su situación en India, así no se lleven a cabo con el sentido de la absoluta liberación femenina en otros países, ni hayan alterado el proverbial respeto que se le profesa en su sociedad.
Tan profundamente arraigado está en su pueblo el respeto a la mujer que esa convicción moral le otorga una singular seguridad, la preserva de los atropellos y vejaciones de que es a diario víctima en otros países donde, si bien suele alcanzar en proporción a los hombres posiciones de mayor relevancia, no se las coloca como en India en un superior nivel de consideración que aún hoy le permite cruzar sola la gran extensión del subcontinente, sin riesgos de sus pertenencias, su integridad física o su dignidad.
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